Hablemos de Messi. Sí, otra vez. Desde las pantallas gigantes anuncian que ha sido elegido “Jugador del partido”, mientras los hinchas dejan de lado el masaje cardíaco y se concentran en cantar: “¡que de la mano/de Lionel Messi/todos la vuelta vamos a dar!” Un rato después se saca una foto en el vestuario, abrazado a Di María y a Lavezzi, prometiendo que el sueño continúa. El tuit da la vuelta al mundo. Antes, en pleno partido, se acerca a tirar un córner y los brasileños saltan como resortes, cámara en mano, para capturarlo desde cerca. Y en algún momento, entre todos esos instantes que se replican hasta el infinito en messilandia, hizo algo con la pelota. La capturó, con el espacio tan precioso que los suizos le habían negado hasta allí, y cabalgó a lo Messi. Con el torso vertical, en el aire, y sirvió un gol.

Permítanme una herejía para la tradición porque voy a comparar esta jugada con el cuarto gol de Brasil a Italia en la final del Mundial de 1970. No por el contexto, ni por la forma en la que se gestó la acción, ni siquiera por la definición. Pero el deja vu está ahí y vale compartirlo. Pelé, que tenía ojos en la nuca, estaba de frente al área y abrió hacia la derecha, por donde Carlos Alberto entró como una tromba y cruzó el derechazo a la red. Messi, al igual que Pelé, cuenta con un sentido sobrenatural para detectar por dónde andan y qué hacen sus compañeros. En el radar ingresó Di María y hacia él fue la pelota para una definición de zurda, precisa, bella y liberadora.

Messi fue capaz de alumbrar este milagro a los 117’, cuando el 90% de los jugadores que estaban en la cancha tenían nublado el entendimiento por culpa del cansancio, del calor, de la presión y de sus propias limitaciones. Él no. Y parecía que sí, porque llevaba un buen rato desconectado, recorriendo los pasillos de la messilandia interior. Entonces emergió el futbolista capaz de sostener la ilusión argentina para empezar a definir los octavos de final. Hablar de Messi es una constante cada vez que juega la Selección en Brasil y esa es la gran noticia. Hablemos de Messi, pues. Largo y tendido. Del resto muchas ganas no quedan, pero allá vamos.

Además de ver el partido con el botiquín a mano, usted revivió los últimos minutos por todos los medios imaginables. Espió al arquero suizo contorsionándose en el área, jugando a meter el gol más increíble de la historia de los Mundiales. Se metió en un pozo cuando salió el cabezazo rumbo al arco de Romero y sacó la cabeza después de la progresión palo-rebote-afuera. Y le prometió a su santo de cabecera que va a portarse bien por el resto de su vida antes del tiro libre que salvó la barrera. Usted fue testigo de todo eso y todavía no puede creerlo. Nadie puede, y la responsabilidad es exclusiva de la Selección argentina.

Suiza agrupó a los 11 jugadores en su campo y de vez en cuando le pasó la pelota a Shaqiri, saltarín e irrespetuoso, para que intentara algo diferente. El 10, Granit Xhaka, se encontró dos veces con Romero durante el primer tiempo. La primera fue una gran tapada del arquero; en la segunda le tiró una masita. Y punto para la ofensiva suiza, al menos hasta esos arrestos desesperados y desesperantes cuando el suplementario se extinguía y en Argentina sufrían 40 millones de magdalenas.

En otras palabras, el partido estaba servido para que la Selección lo ganara en los 90’, no en un alargue cinematográfico. Pero eso es pedirle demasiado a este equipo, que sigue en la misma desde el primer día del Mundial: queriendo ser. Si de buenas intenciones se tratara, seríamos campeones de aquí a la China. La realidad marca la cancha de otra manera, porque faltan recursos colectivos e individuales para convencer y para convencerse. Argentina es voluntariosa y tozuda, previsible y vulnerable. No piensa o piensa demasiado. Sabella proclama el ABC del equilibrio y su equipo se desequilibra apenas pierde la pelota. Y a la hora de atacar las ideas se resumen a lo que Messi pueda inventar, lo que sería un certificado a corto plazo si Messi no fuera tan consciente de que al final del arco iris lo aguarda la gloria.

Hay dos elementos que perturban de cara a lo que viene. El primero pasa por lo individual, porque el boletín de calificaciones castiga a Fernández, a Gago y a Higuaín. Zabaleta pasa raspando, al igual que el Lavezzi de ayer: ni volante ni punta. Aquí la responsabilidad es de Sabella, que insiste con la fluctuación táctica y termina produciendo un esquema híbrido, en el que Lavezzi se licúa por más que cambie de posición con Di María. Y en cuanto a Di María, el gol y la levantada del suplementario lo sacaron de lo flojo que había estado durante los 90’. Bien Garay, mejor Rojo, fenomenal Mascherano por su entrega e inteligencia. Messi está en otro plano. El balance es amarrete. Varias figuras no levantan.

La otra cuestión para seguir con atención es la condición física del equipo. Gago echó el resto, Rojo salió lesionado (y está suspendido para el partido de Brasilia) y Sabella no quiso poner otro volante (Maxi o Álvarez), por más que el rival atacaba con lo mínimo. La TV no muestra que varios jugadores volvían al trote o caminando cuando Argentina perdía la pelota. A la carga de cansancio se suma este alargue, cuando la intención de todos es disputar tres partidos en ocho días. Complicado.

Mejor hablar de Messi, ¿no? De lo que viene haciendo en Brasil y de lo que puede hacer. Con él portando la bandera, la Selección se metió entre los ocho mejores. No lo hizo jugando bien, lo que es un dato relevante, aunque no decisivo. En un Mundial todo es posible. El fixture asoma generoso, sobre todo midiendo potencialidades de posibles adversarios. Pero es un error concentrarse en ese terreno, porque -antes que nada- Argentina juega contra Argentina. Quiere ser artífice de su propio destino, pero le cuesta horrores. Entonces aparece Messi.